lunes, 10 de diciembre de 2007

De entre la ardiente forja entorno al convento, el guerrero tomó la espada del monje. El abad la bendijo bajo el manto de la noche con serenidad. El signo de la paladina de San Tomas. En la misma noche los aullidos de los perros demoníacos llevados por los cazadores perseguían a los luchadores de la luz.

La oscura mina barruntaba con fuerza las guturales voces de corrimientos de tierra. En las entrañas de la tierra la bestia rugía atroz. Salvaje y primaria.

Se atisbaba en el aire el candor de las almas de los combatiente. La filosofía del gueerero dio paso al fragor del combate, y la mente se dejaba fluir hacia las armas.

El instinto relleno los huecos de armadura

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